Hablaba ayer con una madre preocupada. Llegan las navidades y, con ellas, toda la parafernalia de actuaciones escolares. Me contaba cómo el año pasado no la convenció mucho la forma en la que todo se realizó: desde el tema escogido, hasta la forma de repartir “papeles” (hablamos de niños de Infantil, 3 años) y las consignas de los grupos de madre en cuanto a disfraces.
Me hablaba de cuántos problemas habían surgido por no poder elegir un disfraz de forma creativa y única para cada niño (dentro del vestuario que se requiere para cada papel) y de cómo algunos niños se habían sentido mal porque no entendían lo de ser protagonista o salir un minuto y no decir ni palabra.
Este año, por lo visto, más de lo mismo. Y ella se preguntaba si el mundo en el que su hija va a vivir siempre será así. Eso me hizo reflexionar y tratar de ver desde fuera cómo hago yo las cosas en mi aula.
Para mí, hay dos cosas muy importantes que siempre intento tener en cuenta cuando organizo algo con mis estudiantes.
1) No me gustan los rebaños, ni las distinciones que hacen sentir inferiores a algunos y superiores a otros. Todos somos iguales, pero únicos. Este concepto es más difícil de explicar a los padres que a los hijos. Sonará contradictorio pero… se puede.
En mi clase somos todos iguales, vamos a realizar las mismas actividades, usamos todos los materiales que compartimos… pero si tú quieres pintar la camiseta del niño rosa y tu compañera la quiere pintar de azul… no hay problema.
Todos participamos en las actuaciones pero si te apetece hacer el papel de un chico y eres una niña…. pues no hay problema. Para eso sirven los disfraces.
Si para ti “disfrazarte de animal” significa convertirte en un elefante y otro prefiere ser una hormiga… pues, me vale. Me encanta que seas creativo, que seas un animal igual que todos, pero que todos seáis distintos y os expreséis.
El hacer todo igual para todos llevado al extremo puede llevar al rebañismo uniformista que tanto odio. El hacer distinciones, valorando a unos por encima de otros puede llevar a destruir la confianza en uno mismo, la ilusión por participar e incluso a la apatía. (No participo en esto… total, no soy importante.)
2) Procuro no fomentar la competición, sino la colaboración. Es fácil caer en la “motivación” instantánea de ganar o perder. Lo sé porque me he pillado a mí misma caer en esta pequeña trampa varias veces a lo largo de mi vida docente. Es mucho más fácil encontrar juegos competitivos que juegos colaborativos. El problema surge a largo plazo.
¿Qué quiero yo propiciar en mi clase? ¿Diversión para todos o sólo para unos pocos? ¿La exclusión y el rechazo o la inclusión y el compartir? En los juegos colaborativos no hay perdedores ni ganadores, nadie se rinde, todos se apoyan, todos aprenden, se minimiza la frustración y el abandono, no crea divisiones en las clases entre “mejores” y “peores”.
Creo que mi deber como madre y como maestra es trabajar en la individualidad de las personas, en mejorar su autoconfianza, en hacerles fuertes siendo colaborativos y sociales… Creo que es un reto, porque no es fácil cambiar las ideas que nos venden desde televisiones, anuncios, organizaciones de trabajo y modelos sociales. Pero también creo que la clave está en reflexionar, informarse, buscar la forma, extender las ideas, practicar lo que piensas aunque al principio falles y sobre todo, hacer con tus hijos lo que te gustaría que los demás padres hicieran con los suyos.