La niebla se va disipando según avanzo en la carretera. La silueta recortada de El Pico de la Miel me anuncia que he llegado a mi destino; es mucho mejor que cuando me lo indica la voz gangosa del GPS.
Por una vez, conduzco sin prisa con la música de fondo y las ventanillas un poco bajadas. Quiero sentir el otoño. Huelo los pinos y el frescor en cuanto llego. Cuando aparco, empieza a chispear. Es lluvia helada, chispitas congeladas que me ayudan a despejar la mente.
No tengo frío. No llevo abrigo porque me estorba para conducir, pero sí un gorro calentito que me tapa las orejas. Adoro la sensación de estar calentita y a la vez expuesta al frío. Me despierta, me revive…
A lo lejos, veo las montañas asomando, espolvoreadas de nieve en la umbría de su cara norte.
Respiro hondo, me permito pisar el freno de mis pensamientos, me permito incluso sonreír. Aparco también mi autoexigencia. “Ahí te quedas, vieja conocida”- pienso.
Hoy es siempre todavía.
Y mientras haya un AHORA, aún hay tiempo.