Tras dos semanas sin coche, en mi caso una auténtica pesadilla porque donde vivo lo necesito,  me he puesto a pensar en las sensaciones que tengo cuando puedo usarlo. Recuerdo las primeras sensaciones al conducir sola para llevar a Lucas al colegio y… este es el resultado.

“Conduzco despacio, hoy no tengo prisa. Las montañas nevadas de fondo contrastan con las cuatro torres enormes que rompen la armonía del paisaje que tengo frente a mí.

Conduzco de vuelta a casa, mientras los pájaros huyen del invierno haciendo figuras preciosas en el cielo azul. Siempre he disfrutado de las bandadas de aves que, por arte de magia, se sincronizan con la música que casualmente escuchas en ese momento… cual banda sonora.

Tengo que prestar más atención a los otros conductores. El coche que hay delante ha frenado de golpe, sin previo aviso, mientras yo estaba perdida observando la naturaleza desbordante de alrededor. Me encanta la montaña que hay enfrente de mi casa. Siempre se enganchan las nubes y parece cumbres borrascosas. Las bondades de vivir en medio de ninguna parte.

Abro la ventanilla. A esta altura del camino, sé que hay un olor especial. Viene del campo de enfrente. Si no me fijo en las cuatro torres de “Mordor”, parece que no vivo en Madrid. Me gusta la sensación de estar pero no…

Esta semana, mis pensamientos vuelan de un sitio a otro, como los pájaros que me hipnotizan con sus acrobacias en el aire. Como el viento que hace bailar a las nubes.

Esta semana, mi cabeza no deja de trabajar. Le da vueltas a mil cosas; a veces se bloquea e intenta resetear, pero no puede. Estoy vieja. Antes me desprendía más rápidamente de los temas molestos. Ahora les doy vueltas y vueltas sin llegar a ninguna conclusión. Como los viejitos que te cuentan la vida repartida en cien batallas pero nunca te dicen quién ganó la guerra.

Ay, suena en la radio una ópera de Wagner y por fin, logró pisar el acelerador y dejar atrás mi cabeza llena de pájaros.”