Pocas veces expreso mis deseos en voz alta. Mis deseos son palabras que callo, que mis labios aprisionan. A veces los escribo porque no me atrevo ni a susurrarlos… por si no se cumplen, o por si lo hacen.
Hace muchos años, en un verano de escapadas múltiples descubrimos en una ciudad alemana un sitio llamado “La Casa de los Sentidos”. Es una especie de museo interactivo para que toques, veas, sientas, huelas, escuches y disfrutes.
Aunque había efectos visuales divertidos, mi parte favorita fue la de escuchar y sentir. Aún no era mamá, pero por allí había un montón de familias con niños, pasándolo en grande. La sala de los Gongs fue una experiencia estremecedora. Tumbados en el suelo, rodeados por varios de estos intrumentos. Sentíamos como vibrábamos con cada golpe… cerrar los ojos, concentrarte, respirar, escuchar, sentir. Pura relajación. Pura conexión.
También había cuencos de agua con flores a los que hacías vibrar con tus manos para producir sonidos alucinantes.
Te daban libertad para golpear instrumentos de percusión, percutir, rasgar instrumentos de cuerda… Una delicia.
Y al final, ya fuera de la casa… un camino.
Un camino que te llevaba hasta ella, la piedra de los deseos. Una piedra en la que todo el mundo escribía con un pincel mojado en agua lo que había en su corazón. Palabras de varios idiomas, frases incomprensibles para mí… una auténtica torre de Babel en la que los deseos se evaporaban, subían al cielo, se perdían en las nubes o tal vez llegaban a alguien.
No puedo contaros lo que escribí. Pero sí os puedo contar que, en parte, se ha cumplido. Algunos de mis deseos siguen revoloteando pero algún día se posarán y sucederán. Yo, mientras tanto, sigo trabajando para que lleguen, esperando su momento y deseando con fuerza.