Como todos los veranos desde hace una larga temporada, me enfrento en mi trabajo al reto de “los amantes de los exámenes de septiembre“. Pobrecillos, no los quiero meter en una etiqueta a todos.
La verdad es que este año, el trabajo se reduce en ayudar a entender las cosas que no han logrado asimilar durante el curso. Sí, lo sé. En eso debería consistir mi trabajo del verano, en ayudar a preparar las recuperaciones… pero normalmente, y no exagero ni un poquito, mis veranos son más de “niñera castigadora” para adolescentes que han vagueado durante el curso y a los que sus madres soportan tan poco, que me pagan dinero para perderlos de vista unas horas. Mi papel veraniego suele ser el de carcelera.
Suena duro, pero os prometo que es totalmente verídico. Si pienso en mis experiencias con algunos de estos muchachos, llego a empatizar con esas madres a las que antes no entendía. El año pasado, sin ir más lejos, un par de simpáticos echaron cayena picante en mi té mientras hacía unas fotocopias. Menos mal que sabe más el diablo por viejo que por diablo y, al percatarme de sus sonrisas disimuladas cuando cogía la taza, decidí no beberla y hacer un par de pruebas. Me acercaba la taza a los labios como si fuese a beber y las sonrisas aumentaban… cuando la alejaba de mí, estaban expectantes y dejaban de sonreír. Al final de la clase, a solas, les dije que les había pillado y no salió ni un disculpa de sus bocas.
Otros veranos han sido duros; fundamentalmente me he dedicado a gastar mi energía en tratar de motivarles, no ya para los estudios, sino para que sean seres humanos VIVOS y dinámicos. Me he dejado la piel no sólo para que saquen un cinco en matemáticas o entiendan la formulación, sino para que al año siguiente, hayan aprendido a estudiar, a ser responsables, a ser organizados, a perseguir un reto, una meta…
Esta profesión-vocación es una moneda de dos caras en cuanto a los sentimientos que provoca: una profunda satisfacción cuando logras respuestas en ellos y una infinita frustración cuando ves que de nada ha servido tu trabajo.
Es como vivir con una esquizofrenia constante. Desgasta. Te sientes responsable por ellos, sientes además esos vínculos afectivos que se van creando, sientes pena, sientes cariño, sientes rabia a veces, tristeza, impotencia, alegría…
Todo se magnifica en verano, cuando tienes nueve meses de trabajo para hacer en mes y medio. Este año ha sido relajado en cuanto a comportamiento, duro en cuanto a trabajo. Chicos aplicados que han fallado en los exámenes por diversas causas, un par de vaguetes que asumen sus responsabilidades… pero adolescentes respetuosos, al menos y dispuestos a aprender.
No quiero echar todas las culpas al sistema, pero la verdad es que estoy viendo el deterioro a lo largo de los años. Veo a los chavales, resultado de experimentos educativos de los sucesivos gobiernos y comprendo que no entiendan nada, que sus bases sean flojas, que no tengan interés alguno…
Mis chicos de verano son en gran medida el resultado de un sistema podrido, obsoleto, absolutamente inútil a la hora de “medir” o valorar las capacidades de los alumnos; un sistema que aboca al aburrimiento, a la repetición de palabras sin sentido dichas de memoria, al sinsentido de operar sin comprender, del no saber relacionar… Ni siquiera les han dado herramientas para expresarse bien, ni referentes para poder argumentar por qué este sistema no les gusta, no les convence y no les sirve.
Este sistema ha fracasado. Este y todos los que vengan detrás de él a no ser que haya un cambio radical en la mentalidad y entonces, los señores de gobierno, esos que deben liderar a un país perdido como el nuestro, le den verdadera prioridad al tesoro más grande que tiene cualquier país: sus niños y sus jóvenes.
En la foto, un cuadro que me ha regalado el equipazo con el que trabajo (thanks boss, thanks compis) para no olvidarme de seguir dando lo mejor de mí en mis momentos de frustración.